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PIRATERÍA

Es indiscutible que, quitando las diferentes crisis económicas y las nuevas formas de ocio y de entretenimiento que han ido surgiendo en las distintas etapas de la reciente historia de este país, la piratería ha sido el precedente indiscutible de la lenta agonía que el cine vive desde hace ya bastantes años.

 

En este reportaje haremos un repaso al origen de este fenómeno y veremos cómo ahora se enfrenta la industria del cine al primero en la lista de sus mayores enemigos: la piratería.

Breve historia

Para conocer de cerca cómo ha evolucionado este fenómeno, tenemos que remontarnos a los años ochenta y a la música. Por entonces, aquel chico de pelo largo popular de la clase de secundaria pasaba a sus compañeros de aula cassettes grabados con música heavy, en una distribución de andar por casa que consistía en la rotación de esa cinta para que cada uno se la grabara en su casa y así conociera esa música tan chula de la que tanto habían oído hablar a su amigo. Antes de los cassettes, era prácticamente inexistente la piratería casera, pues nadie disponía de forma doméstica de algún aparato para copiar vinilos, que fueron los primeros contenedores de audio exportable y reproducible en entornos particulares. En cuanto a los VHS’s, eran tremendamente complicados de copiar: se necesitaban dos reproductores de este formato de vídeo que tuvieran la opción de grabar, un despliegue de medios que muy pocas personas podían permitirse. Los videoclubs eran, por entonces, los que partían la pana en el negocio de la distribución de películas para uso doméstico.

Del cassette pasamos al CD. Un cambio quizá algo brusco para algunos, y es que al principio de su aparición en el mercado, los reproductores de música digital eran tremendamente caros, y mucho más los terminales en los que se podían copiar a otros discos compacto vírgenes. Los ordenadores personales todavía no eran lo suficientemente baratos a finales de los noventa como para que la mayoría de los hogares pudieran permitirse uno, y las grabadora de CD’s era un periférico todavía más caro e inaccesible.

 

Pero llegó la etapa en la que muchísimas empresas se pusieron a fabricar ordenadores como locas viendo la demanda social y entonces la competencia hizo el resto. Bajaron los precios y mejoraron los programas, que ya incluían el software para la grabación de discos compactos. Al mismo tiempo, internet asomaba la cabeza y con ello el tráfico masivo e indefinido de datos digitales. Ahí solo le estábamos viendo las orejas al lobo.

 

 

Como todavía no se había universalizado el uso de los ordenadores y como además, en caso de tenerlos, había que disponer del CD original para poderlo grabar, a alguien se le ocurrió la idea de vender directamente los discos grabados a un precio mucho más bajo del que se encontraba en la tienda. Como, por supuesto, esta actividad era ilegal porque violaba sistemáticamente los derechos de propiedad intelectual, el negocio era (y sigue siendo) controlado por mafias y los productos distribuidos y vendidos por minorías sociales marginadas, fundamentalmente los inmigrantes indocumentados. Es lo que hoy de denomina ‘top manta’, en alusión a la tela que, una vez desplegada sobre el suelo de cualquier calle concurrida, es cubierta por los discos para mostrárselos a los peatones, para ellos compradores potenciales.

El desarrollo del software libre creó un gran monstruo que nació a finales de la década de los noventa: el napster. Un programa de descarga de música a la carta desde internet. Su popularidad alcanzó tal envergadura que las autoridades tuvieron que crear doctrinas para cerrar una plataforma digital que por entonces se había mantenido a base de la inexistencia de leyes para el control de la información y los datos que se vertían en la web. Así, Napster fue clausurado, pero dejó el precedente para el panorama que vendría a continuación.

 

Con la legalidad muy presente, hubo desarrolladores que parieron los programas denominados “de intercambio”: consistía en que los usuarios que formaran parte de la red dentro de los servidores que se ofrecían pudieran intercambiar archivos, indiferentemente de lo que éstos archivos contuvieran, haciendo responsable a cada usuario de su distribución. De esta forma, cualquier persona podía incluir canciones en formato digital para que los demás se lo descargaran. Pero ya no sólo canciones, y ahí esta el dato que nos interesa: también empezaron a intercambiarse archivos de vídeo, al principio de cortas grabaciones de algún contenido humorístico.

Poco tiempo después, cuando la velocidad de las conexiones en los hogares aumentó, comenzaron a volcarse películas enteras que podían tardar alrededor de una semana en ser descargada para poder ser disfrutada en un ordenador doméstico. Los videoclubs fueron cerrando en esta etapa progresivamente, y actualmente es una labor casi propia de detectives profesionales encontrar alguno que siga en activo y dando beneficios.

 

Las productoras de cine pusieron el grito en el cielo y los gobiernos prometieron protección; pero en la práctica, era muy difícil, por no decir imposible, detectar a cada uno de los usuarios que compartían archivos con derechos de propiedad intelectual y hacer constar que ellos habían sido los primeros en colgarlo y que no lo adquirieron mediante un intercambio. La cosa quedó en agua de borrajas y los usuarios de internet descargaban filmografías enteras de cualquier director cinematográfico. Ya no sólo eso: el fenómeno de la piratería en internet había madurado hasta tal punto que existía quien se dedicaba a llevarse una cámara de vídeo doméstico a las salas de cine, grabar la película y después distribuirla por la red para que nadie tuviera que pagar mientras ese film continuaba en la cartelera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Aquí se tomo una medida seria: las salas advertían en una cortinilla proyectada en la pantalla, antes de comenzar la película, que cualquier persona que fuera sorprendida con algún aparato que grabara vídeo sería denunciada y por supuesto expulsada. No se consiguió demasiado pero sí fue un toque de atención importante para aquellos que se creían absolutamente impunes ante tales prácticas.

 

No mucho después, a mediados de los dos mil, apareció la madre del cordero: Megaupload, que fue posteriormente copiada por multitud homónimos al ver el redondo negocio. Se trataba de un servidor de descarga directa, que albergaba archivos de gran tamaño y al que cualquier persona podía acceder desde el explorador, sin instalar ningún complejo programa adicional. Además, si se disponía de una conexión de banda ancha, la película podía estar descargada en menos de quince minutos.

Por si esto fuera poco, Megaupload también inventó el visualizador de archivos: una especie de YouTube pero de películas. El negocio de esta empresa residía en la publicidad dentro de su página y en el abono de usuarios, que a cambio de una cantidad económica podían ver vídeos con duraciones superiores a los setenta y cinco minutos (si no eras usuario premium, saltaba una advertencia avisando de que tenías que esperar 24 horas para seguir visualizándolo), descargar archivos con más rapidez (¡todavía!) y disponer de mucha más memoria para albergar cualquier contenido en sus servidores para luego descargarlos.

 

El dueño se hizo millonario, y disfrutaba de una vida llena de excesos, amor y lujo. La comunidad de internet y este señor se vanagloriaban de las virtudes de las nuevas tecnologías: ya nadie tenía que gastar ingentes cantidades de dinero para poder tener una amplísima riqueza cultural audiovisual. Se podía ver una película al día y sin pagar un céntimo. Si querías ver más, pagando muy poquito podías hacerlo también.

Pero llegó el FBI y dijo aquello de ‘A ver qué pasa aquí’. Un contundente mazazo a la piratería fue la detención del dueño de Megaupload y el cierre fulminante de la web. Los demás servidores, los que le copiaban (paradójicamente), se adelantaron antes de correr el mismo destino y comenzaron a borrar de forma masiva los archivos en los que detectaran que se albergaban vídeos de larga duración. Sin duda, un duro golpe para los ‘pícaros’, los que prefieren el ‘todo gratis’ a pesar de saber que están consumiendo algo que ha costado un dinero y un esfuerzo que debiera ser recompensado.

Actualidad

 

 

Ahora mismo, las películas pueden obtenerse de forma ilícita principalmente por cuatro vías:

 

-La descarga desde servidores homónimos de Megaupload. Aunque, eso sí, la velocidad de descarga  es muchísimo más lenta (alrededor de tres horas para una película de duración media).

 

-La descarga de los cada vez menos utilizados programas de intercambio. La lentitud y la progresiva desaparición de archivos está haciendo que muy pocos usuarios elijan esta opción para conseguir películas.

 

-La grabación desde el propio ordenador de una película prestada. Con un PC que incluya grabador de CD’s o DVD’s (prácticamente todos los ordenadores de sobremesa que se pueden encontrar en una tienda de electrónica ahora mismo los incorporan) y un CD virgen, se puede tener una película de forma ilícita sin apenas dificultad. Eso sí, lo engorroso del formato físico, que además se tendría que exportar a una unidad de almacenamiento de memoria USB (el famoso ‘pendrive’) e incorporarlo en un lector multimedia para verlo en la televisión provoca que cada se graben menos CD’s y DVD’s vírgenes.

 

-El top manta. Prácticamente abocado a la desaparición por la universalización de la capacidad para disponer de ordenadores y de acceso a internet por parte de la mayoría de los hogares.

El futuro

 

Aunque muchos esperan la vuelta de algo parecido a Megaupload, el actual contexto político y económico (cada vez hay más presiones para evitar la piratería por parte de los gobiernos y además la sociedad, con el alto desempleo, se está concienciando de que es perjudicial para mucha gente piratear estos productos) parecen que no están nada a favor de que esto suceda. Probablemente sigamos, durante unos cuantos años más, en esta especie de ‘cohexistencia pacífica’ entre los servidores que albergan películas y visualizadores y la gente que sigue optando por pagar religiosamente sus precios legítimos.

El problema visto por la industria

 

Está claro que se fue desarrollando un nuevo escenario para la industria cinematográfica a medida que el fenómeno de la piratería avanzaba. Lo que antes era un negocio con altos grados de rentabilidad e infinitas posibilidades, poco a poco se fue restringiendo a las grandes productoras (con sus también grandes presupuestos) y a crear un abismo que separó radicalmente a las películas de estreno del cine independiente. Unos seguían ganando mucho dinero, aunque menos, y otros se dedicaban al cine por placer. La clase media del cine tuvo que probar suerte en otros ámbitos.

 

En esa clase media se encontraba el cine español, que pasó, como todos los demás en ese estrato, a convertirse en clase baja. Bajísima. Ahora es mucho más sencillo encontrar a extrabajadores de la industria cinematográfica española que trabajadores en activo. Miran atrás y contemplan la piratería como uno de los protagonistas de aquel mundo al que siempre quisieron pertenecer y, de hecho, pertenecieron. Ahora, por supuesto, siguen perteneciendo, pero como suele decirse “como apoyo moral” o “desde la distancia”.

JUAN FLAHN

Juan Flahn ha dirigido muchos trabajos, pero su pelotazo fue el film “ChuecaTown”, una superproducción española con grandes actores y con un despligue propio de cualquier gran película. Siempre se ha dedicado también a otras cosas, pero lo del cine ya no lo cuenta como una opción. Además, tacha a otros culpables de esta agónica muerte de la industria: “creo que evidentemente la piratería ha influido decisivamente en la forma de trabajar de la industria cinematográfica y en modo de crear nuevos productos. Pero no sólo la piratería, sino que Internet, los smartphones y los nuevos dispositivos, lo ha hecho cambiar todo.

 

También incide en el cambio en el que está transformándose ahora todo el entorno cinematográfico: “los cines están medio vacíos, se cierran salas y sin embargo se consumen más audiovisuales que nunca. La forma de ver cine ha cambiado también, la gente tiene menos poder de concentración, hemos dado paso a la multipantalla, vemos una película mientras jugamos con el ipad y atendemos el iphone... incluso han surgido nuevos géneros cinematográficos como las películas found footage”.

Además, Flahn confirma la hipótesis de las ‘clases sociales del cine’: “A la hora de producir películas pienso que lo que está pasando en esencia es lo que está pasando en la sociedad: se está yendo a la mierda la clase media. Es decir, sólo se pueden hacer pelis de muy bajo presupuesto, autoproducidas o grandes superproducciones millonarias que tienen asegurado el taquillazo por la gran inversión en publicidad que hacen, pero películas de tamaño medio como toda la vida se han hecho... de esas cada vez hay menos. Y esas son las que generan el fondo de armario de la filmografía de un director o un país”. Palabras que dan que pensar.

JOSÉ MARTRET

José Martret se ha dedicado siempre al mundo de las artes escénicas.  Su gran ilusión desde pequeño, dirigir cine, lo ha podido cumplir magníficamente en varias ocasiones, pero su pelotazo fue el cortometraje “¡¡¡TODAS!!!”: por él ha recibido 14 premios, entre los que destacan los premios del jurado y del público al mejor cortometraje, además de menciones especiales de distintos jurados. Además, también es actor. Ha participado en series de televisión como “Estados alterados Maitena” y en diversos montajes teatrales. Afirma que “el cine ha perdido en los últimos años dos de sus grandes soportes: por un lado, las instituciones que apoyaban su producción y, por otro, al público que consumía en los cines el producto”.

 

 

Él tiene muy claro a quién hay que señalar como culpables: “el gobierno lo masacra dándole la espalda y exigiendo un IVA desproporcionado y, por otra parte, el ciudadano se está acostumbrando a poder ver cualquier película de forma inmediata en su ordenador.  Pero la piratería no sólo tiene consecuencias para los trabajadores. Según Martret, también las tiene para el producto: “se está convirtiendo en algo normal el hecho de no pagar por consumir cine, aunque sea en detrimento de la calidad y de la condena a muerte de una industria. Me entristece su situación porque nos empobrece cultural y artísticamente. Un país sin cultura es un país que empobrece y se vuelve miserable”. Tremendos términos.

ADRIÁN LÓPEZ

Adrián habla desde los ojos de los actores. Los que se buscan la vida, los que siempre han luchado por serlo, los que constantemente están buscando oportunidades nuevas… en definitiva, los que sienten pasión por la interpretación. El mazazo para ellos, el que ha pegado la piratería en este sector, también ha sido muy contundente. Adrián habla sin tapujos: “la piratería es un virus mortal, y sobre todo para la industria española. Si ya estaba difícil encontrar trabajo como actor, la piratería desde luego no ha ayudado nada al producto español”.

 

Contempla, con desolado realismo, el panorama al que se enfrenta: “las productoras no se arriesgan, no invierten en productos nuevos y prefieren ir a lo seguro. Mientras que en otros países hacen pilotos espectaculares, aquí hacemos uno mediocre y si funciona ya se invertirá en ello... La piratería va hundiendo al sector, pero el gobierno no hace tampoco nada para mejorarlo”.

 

 

También entiende todos los puntos de vista. Él, además de participar en la producción de cine, lo consume: “la gente prefiere descargar y ahorrarse ese dinero. Productoras y directores optan por caras conocidas y comerciales que hagan acudir al público a las salas. Sólo hay que ver cómo Mario Casas arrastra a todo el público adolescente pese a sus pésimas interpretaciones”.

 

Y Adrián también es joven, y es plenamente consciente de la situación de la generación que le ha tocado vivir: “si muchos estudiantes de cine e interpretación queremos intentar meter la cabeza en el sector, y la cosa sigue así, desde luego lo vamos a tener muy difícil. Y como actor digo, que no tengo ni una sola película pirata en casa, y tengo 422”.

ALBERTO SANTANA

Y precisamente eso, estudiante de cine, en este caso de guion, es Alberto Santana (con camiseta blanca en la foto). Él fue a estudiar a Cuba, dejando su querida España para adentrarse en el mundo del séptimo arte por la puerta grande: la Escuela Internacional de Cine y Televisión de La Habana, considerada uno de los centros académicos audiovisuales más importantes de su tipo en el mundo. Él, como todos, sabe al monstruo al que se enfrenta y se enfrentará: “la piratería me parece un fenómeno muy complejo sobre el que a veces pesan muchas opiniones motivadas por emociones irracionales. A mí me parece que puede convertirse en un arma de doble filo porque, a corto plazo, favorece y multiplica el acceso de los ciudadanos al cine en particular, y a la cultura en general. Aspecto que, para qué negarlo, también favorece a los creadores. Sin embargo, a largo plazo, la industria del cine se verá obligada a reducir el número de películas debido a la reducción de ingresos, lo cual no solo va en detrimento de los cineastas sino también de los propios espectadores que pagarán las consecuencias en forma de un deterioro en la calidad de las películas”. Por lo menos, Alberto sabe encontrarle el lado positivo.

Pero Santana también pide el compromiso de los consumidores: “es una realidad muy dura que tarde o temprano deberemos afrontar: simplemente no es posible ver cine gratis para siempre. Si los clientes no pagan, la empresa quiebra, y entonces no hay dinero para hacer películas. Si un producto no se consume, se elimina del mercado. Lo que parece una panacea de "barra libre" hoy, será una desilusión mañana”.

 

No sólo eso. Alberto es constructivo, piensa en soluciones, en cómo afrontar la situación: “una alternativa será, y ya lo estamos viendo desde hace un tiempo, ver cine gratuito a cambio de publicidad (la gratuidad absoluta no existe, siempre hay un coste). Y los usuarios que lo deseen (y puedan) pagarán por eliminarla”.

 

Y, cómo no, también tiene su forma de darle el palo a las instituciones públicas, aunque probablemente es de los más suaves: “idílicamente, pienso que los gobiernos deberían crear una suerte de filmoteca pública virtual a la que todos tengamos acceso, ya sea universalmente, ya sea a través de una pequeña tarifa o una suscripción gratuita o limitada. El cine cuesta, y mucho, pero es también un bien cultural cuyo acceso deberían promocionar los gobiernos para que la cultura no sea un lujo. Las películas hay que pagarlas, así que el debate debería encaminarse más bien a preguntarnos si las pagan los espectadores, las empresas publicitarias o los gobiernos”.

 

 

 

 

 

Historia, crisis, soluciones. El cine sigue en coma, y aquí hemos intentado hacer un TAC para saber exactamente qué es lo que ha pasado y lo que pasa. Ahora nos queda, como portadores del remedio, aplicarlo a la enfermedad.

 

 

 

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